miércoles, 13 de noviembre de 2013

El corazón de Josefina

A Josefina le entra la enfermedad por la pierna, dice ella, desde abajo, de la planta del pie y le camina, hasta la nuca y ahí se le queda, como si tuviera un yugo prendido al cuello todo el día, como un peso grande que no la deja en paz. Ya ni siquiera puede ir a comprar las tortillas de diario, las piernas no le responden igual que antes y ni con bordón se haya, dice que necesitaría tener tres manos para caminar con bastón: una para cargar las tortillas, otra para la bolsa de la verdura y la tercera para maniobrar la cosa esa.

Ese mal se le mueve por todo el cuerpo, siente una desesperación en su pecho, se agita y le cuesta trabajo respirar, como si le apachurraran su corazón. Todos pensaron que por sus 84 años se trataba de una deficiencia cardíaca, alguna falla pulmonar, tal vez algo de la neuroquímica del sistema nervioso. Sus hijos, alarmados, porque nada le aliviaba ese mal, llevaron a Josefina con un doctor  y con otro. electrocardiogramas por aquí y por allá, biometrías hemáticas completas y todos los médicos coincidían en lo mismo: está físicamente bien, no tiene ninguna enfermedad, salvo el cansancio de los años. Pero ella seguía con ese dolor en todo su cuerpo que ya no la dejaba vivir.

Lo que ningún doctor sabes es que la dolencia de Josefina, no es del cuerpo, es del alma. Lo que ningún sofisticado aparato médico ni los exámenes clínicos mas rigurosos pudieron detectar es que a Josefina le falta él, Pancho; que se le fue hace poco mas de un año y con quién compartió los últimos 60 años, nada más. Sus hijos, sus nietos, todos, le dicen que así tenía que pasar, que era lo mas probable que ella se quedará sin él porque él era diez años mayor, que debe tranquilizarse y tener resignación, pero el alma de Josefina nunca ha sido una alma quieta, es de esas almas que se encienden y no se apagan fácilmente.

Hace pocos días Bernarda, la hermana de Pancho falleció y Josefina fue el rancho, a despedir a un muerto más, allá le contaron que lo habían visto él, que había venido a visitar a su hermana para acompañarla en su nuevo camino, fuera de está vida. Le dijeron, "Jose, vimos a mi tío, a Pancho, estuvo aquí". Cuando regresó de allá del rancho Josefina no podía evitar estar molesta, sí molesta, enojada, ¿por qué? pues porque Pancho había venido a visitar a su hermana y no pasó ni un ratito a vistiarla a ella que tanto lo extraña, no podía comprender por qué no había ido a verla si ella todos los días lo llama en sus pensamientos. Josefina les contó a sus hijos de este sentir suyo, como acostumbra siempre contar todo, con toda sencillez y franqueza, pero ellos no pudieron entender porqué ella no se da cuenta que Pancho ya no vive ¿cómo va a querer ella que la venga a visitar? y así llevaron a Josefina al psicólogo "como si yo estuviera loca" , dice ella. Josefina le contó a la especialista de los males del alma de su enfermedad, de cómo se le propaga por todo el cuerpo y la devora, todo le contó y al final sólo preguntó ¿usted me va a curar? la psicóloga solo contestó "yo no voy a curarla, usted sola se tiene que controlar". Josefina, salió de esa única sesión con un juicio contundente: "Los psicólogos no sirven pa'nada"

jueves, 31 de octubre de 2013

La noches de octubre

Me gustan las noches de octubre porque son como tú: frescas y cálidas como ningunas otras a lo largo del año; porque me siento comodo en ellas como me siento al abrazarte; porque me hacen soñar como cuando te miro a los ojos; porque me inspiran ideas nuevas, libres, locas, desfachatadas; porque no hay lunas más bellas y más grandes que las de octubre, de esas que alumbran en lo mas oscuro de la noche como tú me alumbras en lo más oscuro de mis noches; porque despiertan en mí una fecunda y creadora inspiración; porque huelen a cempazuchil y a mandarina, porque aunque es otoño floreces e incandeces como las entreñas de la madre tierra. Porque al final de cada octubre nuestra espiral comienza otra vuelta.

martes, 2 de julio de 2013

Homenaje

Más o menos por estas fechas hace un año, el 30 de junio, el hombre más sabio que he conocido se hizo luz y energía, su nombre en esta vida que lo conocí fue Francisco Serrano Cruz, mi abuelo, o mi güelo como le decía cuando yo era un bebe y no podía decir la palabra completa, o mi grande como me enseñó mi abuelita que se les decía a los abuelos de uno allá en el rancho.

Fueron 93 años los que Don Panchito anduvo en esta vida. Sus primeros años los vivió en el rancho, allá en Pedrito. Fue peón de hacienda, aprendió a cultivar la tierra, las labores del campo, a conocer cuando las nubes vienen con agua o si son nomas de las que pasan y donde Don Plutarco le enseñó a leer y a escribir para encargarle el correo que dejaba el tren. Dicen que a además de enseñarle las letras, Don Plutarco apreciaba mucho a mi abuelo y le dejo como herencia una pequeña imagen de papel muy vieja, pero muy milagrosa y venerada, de San Antonio de la Piedrita; como le decía la gente y que luego él mandó poner en un nicho de latón y le colgó todos los milagros que concedió el santo. Era tan milagroso que, cuenta mi abuela, una vez se incendió todo el cuartito donde estaba San Antonio y lo único que no se quemó fue la imagen del santo que mi abuelo sacó de entre todas las cenizas; de ahí le agarro mucha devoción y a su primera hija, Antonia, mi mamá, se la encargó al santo. También fue por aquellas tierras donde Don Panchito conoció a Doña Josefina, mi abuela, ella vivía en San José del Caliche y mi abuelo tenía que recorrer a pie los 12 km de camino que hay entre Pedrito y El Caliche para ir a verla, y además, contaba él, se espinaba el lomo con un huizache para poder hablarle de cerquitas por la ventana. Con el tiempo esos 12 km se convirtieron en 60 años de vida en común, 5 hijos, uno montón de nietos, otro tanto de bisnietos y una tataranieta. Ya con sus 5 hijos, y viendo que la vida en el rancho iba a ser muy difícil para su familia y sobre todo porque sus niños se iban a quedar sin escuela Don Panchito y Doña Jose agarraron sus esperanzas, belices y santos y tomaron el tren  de Pedrito a León. Ahí en la ciudad, Don Panchito cambió el arado para la labranza de la tierra, por el pico y pala para la construcción; él decía en broma que trabajó de “joyero” porque hacía “joyos” en la tierra. Y así trabajando todos los días de su vida, codo a codo con mi abuela siempre, les dio todo lo que él soñó para sus hijos: la oportunidad de que ellos pudieran elegir lo que querían hacer con su vida. Así siguió trabajando porque así estaba impuesto, mientras la artritis y la edad se lo permitieron.

Mi abuelo fue un hombre humilde de pensamiento simples, pero profundos, sin presunciones y, como me lo dijo una vez mi papá, un hombre congruente que siempre hizo lo que pensaba y siempre correspondió lo que decía con lo que hacía; como una rima en poesía decimal perfecta. Para él nada era más importante que su gente, su familia, su sangre como nos decía, le gustaba visitar a todos sus hijos por igual, a los que le quedaban cerca como los que le quedaban lejos y acostumbrado a caminar y la vida del campo no tomaba camión, se iban él y mi abuela caminando juntos por horas hasta la casa de alguno de mis tíos y ahí pasaban el día, luego en otra ocasión visitaba a otro hijo y así se iba. A nosotros, los nietos, siempre nos recibía con una sonrisa y un abrazo, un taco de lo que hubiera en la estufa, agua de limón y muchas historias y consejos. Porque eso sí, a Don Panchito le gustaba mucho la palabra, siempre anduvo su camino por la vía del diálogo, y eso fue lo que  siempre nos quiso enseñar: a hablar sin ofender y entender antes de juzgar. Nunca lo llegué a ver enojado y si había un problema siempre lo trataba de frente, hablando de igual a igual. Su paciencia era tan grande como su corazón; dicen que cuando yo era niño y hacia berrinche de todo entre las amenazas de mi rabieta estaba la de irme a vivir sólo con mi abuelito, porque él era el único que no me gritaba, ni me regañaba. Aunque ya de más grande su mayor consejo de él para mí fue el que yo no perdiera mi fe, mi religiosidad y mi espiritualidad; aunque el siempre profeso el catolicismo a mi parecer su religiosidad fue más allá de la ortodoxia católica y se sincretizaba con creencias muy arraigadas a la tierra, siempre me decía que nunca me creyera mucho, que todo lo  que pudiera llegar a tener lo agradecerá a Dios, al Todo, la Fuerza  a Jah, a nuestra Unión Cósmica o cómo sea que se llamé; pero que siempre fuera humilde y que al despertarme agradeciera por el día que comienza y al acostarme por el día que termina; eso lo entiendo ahora. Cuando me despedía de su casa siempre le gustaba echar la bendición en silencio haciendo la señal de cruz y  al final poniendo su mano en mi cabeza, esa mano rasposa y dura de artritis de tantos años de trabajo duro, pero suave y cálida siempre.

Cuando recién comencé a andar un camino en común con mi compañera de vida y uno de mis tíos le dijo mi abuelito echándome carrilla porque andaba todo enamorado él le dijo que lo que yo tenía no se quitaba con nada, que eso no lo curaba ni el Mono, que así le dicen a un señor que sabe curar de muchas cosas como de espanto y esas enfermedades del alma al que mi abuelo le tenía mucha confianza; creo que a lo que él se refería era a que el vínculo que se forma entre dos personas, cuando es sincero, nada lo puede romper, y es tan divino como la fuerza que lo creó. Así que cuando llevé por primera vez a mi compañera a casa de mi abuelos la recibieron como a todos: con una sonrisa y un abrazo, mi abuelo nos preguntó muchas cosas, entre ellas que si nos queríamos de verdad y le dijimos que sí. Cuando nos dio la bendición, como él sabe darla, nos agarró nuestras manos con una de ellas, toco nuestras cabezas con la otra y nos dijo, “ustedes ya son uno ahora, entiéndanse”; ese momento fue para mí en el que las bendiciones del universo llegaron al futuro de nuestra vida juntos. Dicen que el machismo es como muy característico de los hombres mayores y más si son del campo, porque se tiene el estereotipo del macho ranchero, pero ese no era el caso de mi abuelo, el último consejo que recibí de él, una semana antes de que se detuviera su caminar por esta vida, fue que siempre tratara bien a mi compañera, que “la mujer no es para traerse entre las patas” que nunca le faltará al respeto, ni la ofendiera, y para los dos nos dijo que siempre nos acompañemos el uno al otro, mi tía, hermana de mi mamá estaba también con nosotros escuchando lo que mi abuelo dos decía y le preguntó sonriente a mi abuelo “tú no te peleabas nunca verdad Pancho” y él solo asintió con su cabeza; días después que fuimos a visitar a mi abuela en su nostalgia nos decía que ella extrañaba mucho a mi abuelo, porque él siempre había sido un hombre bueno; en su sencillez de palabras nos contó como nunca en todos sus años juntos la presionó para nada, ni la ofendió, nos dijo “es más, nunca me acarrerio ni para que le sirviera el plato, ni nunca me dijo que no le gusto la comida”. Mi abuelito siempre fue amante de la comida, le gustaba mucho el dulce, las cocadas y el alfajor eran sus dulces favoritos, lo ponía feliz una nieve raspada con vainilla y leche endulzada a su gusto, para desayunar siempre se le antojaba una gordita torteada a mano con nata, o un menudo, aunque ya no era tan común que pudiera comer eso porque para su avanzada edad decían los doctores que no era conveniente, pero yo digo que qué iban a saber ellos si no han tenido 90 años como mi abuelo. La última vez que lo visité él quería que le dieran un menudo, que fuéramos a comprar para desayunar todos, pero el doctor solo le permitía dieta blanda de verduras y la fruta.

Me contó mi mamá que desde antes que enfermará mi abuelo ya había repartido todos su santos; a mí me dejo el San Antonio, me imagino que para que me cuidará y no me dejará caer en la desesperanza; esa fue la herencia. También me contó que en esos días en una de las conversaciones que tuvieron mi abuelo le dijo “Me voy contento, yo ya no le pido nada a la vida”. Mi admiración, respeto y amor para este hombre, mi abuelo, que pudo dejar está vida sin pendientes por cumplir.

martes, 30 de abril de 2013

A comer como hermanitos y a tratarse como individuos.


Pocas veces he tenido conversaciones con mi papá desde que tengo memoria. Nuestro trato es distante y por lo general nuestro intermediario siempre ha sido mi mamá; para saber cómo está él de salud le pregunto a ella y ella le cuenta a él de cómo estoy yo y de las cosas que hago. Esto no es algo nuevo, siempre ha sido así, yo se lo atribuyo a que, aunque tenemos un montón de similitudes, empezando por el apellido, diferimos siempre en la forma de solucionar las cosas, y la  manera de ver la vida. En parte está diferencia de visiones del mundo entre él y yo es por su causa, por la manera en cómo eligieron mis padres educarme, y especial la forma en que él pensó la manera de que sus hijos no pasaran por las dificultades que él vivió y que ahora, en estos momentos de mi vida comienzo a comprender, aunque muchas de las posibles causas ya las sabía pero nunca me habían caído con tanto peso como me cayeron desde un domingo, de hace unos días que fuimos Tania y yo de visita a casa de mis papás.

Después de terminar el desayuno, Tania me recordó que tenía algo que contarle a mi papá y que por olvidadizo no le había dicho, se trataba de una reunión de “Aldanas”, en la Unión de San Antonio, a la cual había sido invitado por un conocido por casualidad y que por coincidencia tenemos el mismo apellido paterno. En conversaciones con este conocido habíamos visto que podríamos tener ascendentes en común por las pocas referencias genealógicas que yo tenía y que ubicaba más o menos por esa zona de la Unión y los límites con Guanajuato. La reacción de mi papá ante tal evento fue inesperada, creo para todos los que estábamos sentados a la mesa; Tania y yo suponíamos que tal vez se interesaría un poco, pero nunca creímos que se emocionaría tanto y ante la pregunta que le hice ¿de dónde son nuestros Aldana? Se convirtieron es unas cuatro horas de conversación y de historias familiares que algunas se remontan por allá de los comienzos de los 1900, cuando llegó Don Juan Aldana, mi bisabuelo, a asentarse a León y que pasó por la historia de la vida de mi papá, mi abuelo, mis tíos, su infancia, juventud, persecuciones policiacas, balaceras, linchamientos religiosos y hasta esas coincidencias románticas de la vida y la relación entre mis papás, de cómo rondaron por lugares en común sin tal vez encontrarse hasta que fueron a coincidir en León cuando la familia de mi mamá llego vivir ahí  y que por poco y no llegan a casarse por la renuencia de mi abuelo materno cuando se enteró del apellido de mi papá y preguntó que "¿de cuáles Aldana es?" , O sea de los que conoció él en el rancho cuando tenía el correo en la estación Pedrito; de carácter atravesado y rápidos para hacerse justicia de propia mano.

Son muchas y muy largas todas las historias que escuchamos ese domingo, entrelazadas en algunos puntos sin querer, en geografías urbanas y parajes rurales, arroyos desbocados y tiempos en la memoria. Espero de alguna manera irlas desenredando y volviendo a tajer para contarlas. Por el momento, me quedo con esa frase que está en el título, dicha por mi papá en recuerdo de unos de sus tíos, y que resume lo que vivimos durante esas horas de conversación, sentados todos a la mesa como hermanitos y entendiéndonos cada uno como individuos, con historias particulares entrelazadas en algún punto, que nos definen a cada uno y que nos unen en colectivo.

PD: Tania, gracias por compartir ese gusto por escuchar historias.