Más o menos por estas fechas hace un año, el 30
de junio, el hombre más sabio que he conocido se hizo luz y energía, su nombre
en esta vida que lo conocí fue Francisco Serrano Cruz, mi abuelo, o mi güelo
como le decía cuando yo era un bebe y no podía decir la palabra completa, o mi
grande como me enseñó mi abuelita que se les decía a los abuelos de uno
allá en el rancho.
Fueron 93 años los que Don Panchito anduvo en
esta vida. Sus primeros años los vivió en el rancho, allá en Pedrito. Fue peón
de hacienda, aprendió a cultivar la tierra, las labores del campo, a conocer
cuando las nubes vienen con agua o si son nomas de las que pasan y donde Don
Plutarco le enseñó a leer y a escribir para encargarle el correo que dejaba el tren.
Dicen que a además de enseñarle las letras, Don Plutarco apreciaba mucho a mi
abuelo y le dejo como herencia una pequeña imagen de papel muy vieja, pero muy
milagrosa y venerada, de San Antonio de la Piedrita; como le decía la gente y
que luego él mandó poner en un nicho de latón y le colgó todos los milagros que
concedió el santo. Era tan milagroso que, cuenta mi abuela, una vez se incendió
todo el cuartito donde estaba San Antonio y lo único que no se quemó fue la
imagen del santo que mi abuelo sacó de entre todas las cenizas; de ahí le
agarro mucha devoción y a su primera hija, Antonia, mi mamá, se la encargó al
santo. También fue por aquellas tierras donde Don Panchito conoció a Doña Josefina,
mi abuela, ella vivía en San José del Caliche y mi abuelo tenía que recorrer a
pie los 12 km de camino que hay entre Pedrito y El Caliche para ir a verla, y
además, contaba él, se espinaba el lomo con un huizache para poder hablarle de
cerquitas por la ventana. Con el tiempo esos 12 km se convirtieron en 60 años
de vida en común, 5 hijos, uno montón de nietos, otro tanto de bisnietos y una
tataranieta. Ya con sus 5 hijos, y viendo que la vida en el rancho iba a ser
muy difícil para su familia y sobre todo porque sus niños se iban a quedar sin
escuela Don Panchito y Doña Jose agarraron sus esperanzas, belices y santos y
tomaron el tren de Pedrito a León. Ahí en
la ciudad, Don Panchito cambió el arado para la labranza de la tierra, por el
pico y pala para la construcción; él decía en broma que trabajó de “joyero”
porque hacía “joyos” en la tierra. Y así trabajando todos los días de su vida,
codo a codo con mi abuela siempre, les dio todo lo que él soñó para sus hijos:
la oportunidad de que ellos pudieran elegir lo que querían hacer con su vida.
Así siguió trabajando porque así estaba impuesto, mientras la artritis y la
edad se lo permitieron.
Mi abuelo fue un hombre humilde de pensamiento
simples, pero profundos, sin presunciones y, como me lo dijo una vez mi papá,
un hombre congruente que siempre hizo lo que pensaba y siempre correspondió lo
que decía con lo que hacía; como una rima en poesía decimal perfecta. Para él
nada era más importante que su gente, su familia, su sangre como nos decía, le
gustaba visitar a todos sus hijos por igual, a los que le quedaban cerca como
los que le quedaban lejos y acostumbrado a caminar y la vida del campo no
tomaba camión, se iban él y mi abuela caminando juntos por horas hasta la casa
de alguno de mis tíos y ahí pasaban el día, luego en otra ocasión visitaba a
otro hijo y así se iba. A nosotros, los nietos, siempre nos recibía con una
sonrisa y un abrazo, un taco de lo que hubiera en la estufa, agua de limón y
muchas historias y consejos. Porque eso sí, a Don Panchito le gustaba mucho la
palabra, siempre anduvo su camino por la vía del diálogo, y eso fue lo que siempre nos quiso enseñar: a hablar sin
ofender y entender antes de juzgar. Nunca lo llegué a ver enojado y si había un
problema siempre lo trataba de frente, hablando de igual a igual. Su paciencia
era tan grande como su corazón; dicen que cuando yo era niño y hacia berrinche
de todo entre las amenazas de mi rabieta estaba la de irme a vivir sólo con mi
abuelito, porque él era el único que no me gritaba, ni me regañaba. Aunque ya
de más grande su mayor consejo de él para mí fue el que yo no perdiera mi fe,
mi religiosidad y mi espiritualidad; aunque el siempre profeso el catolicismo a
mi parecer su religiosidad fue más allá de la ortodoxia católica y se sincretizaba
con creencias muy arraigadas a la tierra, siempre me decía que nunca me creyera
mucho, que todo lo que pudiera llegar a
tener lo agradecerá a Dios, al Todo, la Fuerza a Jah, a nuestra Unión Cósmica o
cómo sea que se llamé; pero que siempre fuera humilde y que al despertarme
agradeciera por el día que comienza y al acostarme por el día que termina; eso
lo entiendo ahora. Cuando me despedía de su casa siempre le gustaba echar la
bendición en silencio haciendo la señal de cruz y al final poniendo su mano en mi cabeza, esa
mano rasposa y dura de artritis de tantos años de trabajo duro, pero suave y
cálida siempre.
Cuando recién comencé a andar un camino en común con
mi compañera de vida y uno de mis tíos le dijo mi abuelito echándome carrilla
porque andaba todo enamorado él le dijo que lo que yo tenía no se quitaba con
nada, que eso no lo curaba ni el Mono, que así le dicen a un señor que sabe
curar de muchas cosas como de espanto y esas enfermedades del alma al que mi
abuelo le tenía mucha confianza; creo que a lo que él se refería era a que el vínculo
que se forma entre dos personas, cuando es sincero, nada lo puede romper, y es
tan divino como la fuerza que lo creó. Así que cuando llevé por primera vez a mi
compañera a casa de mi abuelos la recibieron como a todos: con una sonrisa y un
abrazo, mi abuelo nos preguntó muchas cosas, entre ellas que si nos queríamos de
verdad y le dijimos que sí. Cuando nos dio la bendición, como él sabe darla,
nos agarró nuestras manos con una de ellas, toco nuestras cabezas con la otra y
nos dijo, “ustedes ya son uno ahora, entiéndanse”; ese momento fue para mí en el
que las bendiciones del universo llegaron al futuro de nuestra vida juntos.
Dicen que el machismo es como muy característico de los hombres mayores y más
si son del campo, porque se tiene el estereotipo del macho ranchero, pero ese
no era el caso de mi abuelo, el último consejo que recibí de él, una semana
antes de que se detuviera su caminar por esta vida, fue que siempre tratara
bien a mi compañera, que “la mujer no es para traerse entre las patas” que
nunca le faltará al respeto, ni la ofendiera, y para los dos nos dijo que
siempre nos acompañemos el uno al otro, mi tía, hermana de mi mamá estaba
también con nosotros escuchando lo que mi abuelo dos decía y le preguntó sonriente
a mi abuelo “tú no te peleabas nunca verdad Pancho” y él solo asintió con su
cabeza; días después que fuimos a visitar a mi abuela en su nostalgia nos decía
que ella extrañaba mucho a mi abuelo, porque él siempre había sido un hombre
bueno; en su sencillez de palabras nos contó como nunca en todos sus años
juntos la presionó para nada, ni la ofendió, nos dijo “es más, nunca me
acarrerio ni para que le sirviera el plato, ni nunca me dijo que no le gusto la
comida”. Mi abuelito siempre fue amante de la comida, le gustaba mucho el dulce,
las cocadas y el alfajor eran sus dulces favoritos, lo ponía feliz una nieve raspada con vainilla y leche endulzada a su gusto, para desayunar siempre se le
antojaba una gordita torteada a mano con nata, o un menudo, aunque ya no era
tan común que pudiera comer eso porque para su avanzada edad decían los doctores
que no era conveniente, pero yo digo que qué iban a saber ellos si no han
tenido 90 años como mi abuelo. La última vez que lo visité él quería que le
dieran un menudo, que fuéramos a comprar para desayunar todos, pero el doctor
solo le permitía dieta blanda de verduras y la fruta.
Me contó mi mamá que desde antes que enfermará mi
abuelo ya había repartido todos su santos; a mí me dejo el San Antonio, me imagino
que para que me cuidará y no me dejará caer en la desesperanza; esa fue la
herencia. También me contó que en esos días en una de las conversaciones que
tuvieron mi abuelo le dijo “Me voy contento, yo ya no le pido nada a
la vida”. Mi admiración, respeto y amor para este hombre, mi abuelo, que pudo
dejar está vida sin pendientes por cumplir.